Dos partes de la misma historia
I
Mientras caminaba de regreso a la casa con el sabor a Julio todavía activo en mis papilas gustativas, la noche estaba transfigurada toda y era la misma, una ligera lluvia aderezaba el paisaje con ese inconfundible olor a tierra húmeda que todo lo alegra.
Dos semanas atrás, en una librería de viejo, Julio paseaba los ojos por entre los anaqueles repletos de libros de todos temas. Libros de cinco pesos de pastas amarillas encimados sobre un gastado ejemplar del álgebra de Baldor ya sin media tapa, libros de geografía para bachillerato, la siempre socorrida Ética para Amador y montones de otros libros. En esas estaba cuando escuchó una voz áspera preguntar por un libro de Kundera.
Frente a él estaba un joven de apariencia regular, con la barba mal crecida y el cabello ensortijado en un enredijo que más parecía una madeja de estambre enredada que el cabello de una persona, Julio se acercó un poco para ver qué libro iba a comprar el desconocido, al tiempo que reconocía la portada de Max Ernst. Lalo volteó al sentirse observado y no pudo evitar sonreír.
Lalo siempre ha disfrutado ser visto, le gusta que lo miren y no hace por disimularlo, pero le gusta más cuando quien lo mira es de su agrado también, así ocurrió esta vez al encontrarse frente a frente con Julio; después de sonreírle regresó su atención al dueño de la librería, preguntó por el precio del libro y se dispuso a pagarlo. En otra circunstancia nada más habría pasado, pero el clima frío de la media tarde del primer domingo de diciembre fue el kairos que empujó a Julio a hablarle a Lalo.
Muy buen libro ése que llevas –le dijo no sin cierto aire de timidez- . Sí, lo he leído ya un par de veces, –respondió Lalo- , es muy bueno y me trae recuerdos. Esa simple interacción bastó para que continuaran hablando sobre los libros que habían leído, y de ahí como por un acto de malabarismo siguieron hablando un poco sobre quienes eran ellos y finalmente llego la irremediable despedida.
Esta vez fue Lalo quien tomó la iniciativa, la sangre se le fue del estómago y alcanzó a sentir cómo el color se le subía a las mejillas al tiempo que decía.- Pues deberíamos tomar café algún otro día, digo si no te molesta o algo-. Todo lo que estaba pasando nada tenía que ver con la forma en que ninguno de los dos se había imaginado que se podía conocer a un desconocido. Pero Lalo, ávido de seguir descubriendo lo que pensaba Julio de las muchas cosas que parecía pensar, decidió que no había nada que perder. La respuesta fue afirmativa y aunque vulgar en comparación a todo lo que había
pasado hasta entonces, intercambiaron sus correos y la cosa quedó por el momento.
Apenas estuvo en su casa, Lalo se apresuró a prender el computador y agregar a su nuevo conocido, era como un juego de pistas donde hay que seguir una serie de pasos para descubrir que depara el siguiente nivel, deambuló por el internet un par de horas, habló con amigos, hojeó su nuevo libro, lo olió buscando ese olor a viejo que tanto le gusta, y al cabo de un rato apagó su computadora y salió a buscar algo que comer. Algunas horas después Julio agregaba a su nuevo desconocido mientras le platicaba la historia a una amiga.
Los horarios no coincidieron y la excitación del momento languideció al pasar los días, era domingo otra vez el día que por fin se encontraron, Julio recién se conectaba y Lalo estaba a punto de irse a dormir cuando el inconfundible sonido del messenger le hizo ver que alguien se acababa de conectar. Toda le emoción de la semana pasada le saltó al pecho de repente, y un simultáneo –hola- inició la conversación. Cuatro horas volaron sin que ninguno las notara hasta que el sueño comenzó a hacer sus estragos, definidos ya los horarios de ambos, los encuentros pasaron de inexistentes a casi diarios.
Ayer por la noche acordaron, acordamos salir, con el evidente más no mencionado propósito de vernos en persona, las cosas se liaron mucho y yo terminé presentándome con la misma barba mal cortada de siempre y el cabello enredado. Ya uno frente al otro y con un saludo bastante parco, nos dirigimos sin rumbo cierto pero con objetivo conocido. Un café.
Ya instalados en el lugar, al poco rato dejó de tener importancia la hora y el lugar, nuevamente y al igual que en la versión electrónica, la charla fluyo sin silencios incómodos, con historias comunes y gustos dispares. Acabo de regresar a casa y una inexorable necesidad de reseñar estas semanas me tiene aquí frente al monitor haciendo malabares con las palabras, evitando lo predecible, los clichés y apenado a priori de dejarme leer. Total es muss sein.
II
(….) Julio se llevó de viaje la esperanza inútil de seguir en contacto, pero cómo podría ser si ni siquiera se había firmado una especie de contrato social entre ambos, al parecer ganarse la atención de Lalo era más difícil que con los muchos alumnos a los que solía instruir en una escuela oficial de nivel medio superior. Peor aún si todo contacto tecnológico se limitaba a incómodos ratos frente al único gadget disponible.
Apenas un café y un infinito intercambio de letras habían sido suficientes para prender a Julio de un entusiasmo que no reconocía quizá desde hacía un año. En qué momento el albedrío llevó a un muchacho de 25 años a elegir entre un dogma tan pagano y lóbrego como el de la ilusión. Y así paso el primer día lejos de la ciudad, a ritmo de música navideña y sin un contacto explícito con Julio.
No es que Julio careciera de experiencia, simplemente la que poseía lo había llevado a estar hermético ante situaciones similares. Precozmente, se llenaba con una sonrisa ingenua cuando recibía señales que respondían a sus mensajes; primero con su amigos en la escuela secundaria, después con sus relaciones personales (íntimas es más exacto) y finalmente con Lalo. Saber que del otro lado de un teléfono; una computadora o una mesa para dos, había alguien escuchándolo y a la vez interactuando con él en una sintonía tan similar lo enloquecía de gozo.
Lalo tardó en enterarse que su interlocutor se hallaba varios kilómetros al occidente de su punto de ubicación. Fue de manera fortuita, como quien consulta palabras en el diccionario a placer y descubre en la acepción una palabra nueva, poco usada o jamás usada y decide averiguar su significado, convirtiéndose en el foco de atención principal y desplazando al concepto original a revisar.
Al segundo día, el intercambio de información fluyó mejor. Entre mensajes inspirados por los espíritus de dos copas de vino tinto español de tempranillo-garnacha, Julio coqueteaba con la idea de hacerle un presente a Lalo, quien de alguna manera encontraba inspiración desde la cotidianeidad de su trabajo o el cansancio que éste le deja al final del día.
Si el árbol de arrayán no se hubiera adaptado de tan buena forma al clima de la costa occidental de México, quizá la coincidencia de ese día no hubiera trascendido. Regalar tequila a un chico tan sano sería agresivo, quizá llevar birria, una torta ahogada o carne en su jugo con una jericalla de postre, pero sólo sonsacaría su ánimo de dejar la carne y seguramente no llegarían a su destino en buenas condiciones. ¿El disco vernáculo de moda? Ni siquiera sabía si le agradaban los sones y jarabes maliciences (los tocados con mariachi) Un kilo de membrillos, empanadas de la explanada frente al Teatro Degollado, etc.
Y fue un frutillo cítrico de una planta de la familia Myrtaceae lo que le convenció de ser lo suficientemente exótico, endémico y dulce como para darlo como detalle navideño. Pero el destino resultó más implacable, porque al momento de solicitar si le eran a Lalo los arrayanes de su gusto, él comía de ellos.
Fueron días en los que la distancia parecía acercarles más. Mensajes traviesos e irreverentes, fotos comentadas y por último el correo de Nochebuena que, con miedo a parecer una insinuación muy directa, redactó Julio en un arrebato emocional y catártico.
El mensaje fue contestado y a la lectura constante se hizo entrañable. ¿Cuándo podría devolverle la cortesía, obsequiarle los dulces y conversar personalmente? A su regreso, de nuevo en un momento poco indicado y en una noche de atmósfera húmeda, tuvo lugar un reencuentro breve. Pero como se dice en el argot literario “si bueno y breve, dos veces bueno”
Julio contuvo su intención de abrazarlo a la venia, no quiso parecer desesperado aunque tampoco deseaba que el resultado fuera un torpe y desarraigado saludo. Afortunadamente para su piltrafa; la charla era tan interesante como siempre. Él no quería que terminara, no quería volver por su largo camino hasta los suburbios de la misma ciudad, pero a la necedad de la noche volvían a despedirse.
Lalo recibió los dos costalitos plásticos de arrayanes, recibió unos chocolates improvisados horas antes y también recibió la sonrisa más tímida, las mejillas más coloradas y la voz aglomerada en la garganta, temblando, diciendo: ¿Te puedo regalar un beso?
Mientras caminaba de regreso a la casa con el sabor a Julio todavía activo en mis papilas gustativas, la noche estaba transfigurada toda y era la misma, una ligera lluvia aderezaba el paisaje con ese inconfundible olor a tierra húmeda que todo lo alegra.
Dos semanas atrás, en una librería de viejo, Julio paseaba los ojos por entre los anaqueles repletos de libros de todos temas. Libros de cinco pesos de pastas amarillas encimados sobre un gastado ejemplar del álgebra de Baldor ya sin media tapa, libros de geografía para bachillerato, la siempre socorrida Ética para Amador y montones de otros libros. En esas estaba cuando escuchó una voz áspera preguntar por un libro de Kundera.
Frente a él estaba un joven de apariencia regular, con la barba mal crecida y el cabello ensortijado en un enredijo que más parecía una madeja de estambre enredada que el cabello de una persona, Julio se acercó un poco para ver qué libro iba a comprar el desconocido, al tiempo que reconocía la portada de Max Ernst. Lalo volteó al sentirse observado y no pudo evitar sonreír.
Lalo siempre ha disfrutado ser visto, le gusta que lo miren y no hace por disimularlo, pero le gusta más cuando quien lo mira es de su agrado también, así ocurrió esta vez al encontrarse frente a frente con Julio; después de sonreírle regresó su atención al dueño de la librería, preguntó por el precio del libro y se dispuso a pagarlo. En otra circunstancia nada más habría pasado, pero el clima frío de la media tarde del primer domingo de diciembre fue el kairos que empujó a Julio a hablarle a Lalo.
Muy buen libro ése que llevas –le dijo no sin cierto aire de timidez- . Sí, lo he leído ya un par de veces, –respondió Lalo- , es muy bueno y me trae recuerdos. Esa simple interacción bastó para que continuaran hablando sobre los libros que habían leído, y de ahí como por un acto de malabarismo siguieron hablando un poco sobre quienes eran ellos y finalmente llego la irremediable despedida.
Esta vez fue Lalo quien tomó la iniciativa, la sangre se le fue del estómago y alcanzó a sentir cómo el color se le subía a las mejillas al tiempo que decía.- Pues deberíamos tomar café algún otro día, digo si no te molesta o algo-. Todo lo que estaba pasando nada tenía que ver con la forma en que ninguno de los dos se había imaginado que se podía conocer a un desconocido. Pero Lalo, ávido de seguir descubriendo lo que pensaba Julio de las muchas cosas que parecía pensar, decidió que no había nada que perder. La respuesta fue afirmativa y aunque vulgar en comparación a todo lo que había
pasado hasta entonces, intercambiaron sus correos y la cosa quedó por el momento.
Apenas estuvo en su casa, Lalo se apresuró a prender el computador y agregar a su nuevo conocido, era como un juego de pistas donde hay que seguir una serie de pasos para descubrir que depara el siguiente nivel, deambuló por el internet un par de horas, habló con amigos, hojeó su nuevo libro, lo olió buscando ese olor a viejo que tanto le gusta, y al cabo de un rato apagó su computadora y salió a buscar algo que comer. Algunas horas después Julio agregaba a su nuevo desconocido mientras le platicaba la historia a una amiga.
Los horarios no coincidieron y la excitación del momento languideció al pasar los días, era domingo otra vez el día que por fin se encontraron, Julio recién se conectaba y Lalo estaba a punto de irse a dormir cuando el inconfundible sonido del messenger le hizo ver que alguien se acababa de conectar. Toda le emoción de la semana pasada le saltó al pecho de repente, y un simultáneo –hola- inició la conversación. Cuatro horas volaron sin que ninguno las notara hasta que el sueño comenzó a hacer sus estragos, definidos ya los horarios de ambos, los encuentros pasaron de inexistentes a casi diarios.
Ayer por la noche acordaron, acordamos salir, con el evidente más no mencionado propósito de vernos en persona, las cosas se liaron mucho y yo terminé presentándome con la misma barba mal cortada de siempre y el cabello enredado. Ya uno frente al otro y con un saludo bastante parco, nos dirigimos sin rumbo cierto pero con objetivo conocido. Un café.
Ya instalados en el lugar, al poco rato dejó de tener importancia la hora y el lugar, nuevamente y al igual que en la versión electrónica, la charla fluyo sin silencios incómodos, con historias comunes y gustos dispares. Acabo de regresar a casa y una inexorable necesidad de reseñar estas semanas me tiene aquí frente al monitor haciendo malabares con las palabras, evitando lo predecible, los clichés y apenado a priori de dejarme leer. Total es muss sein.
II
(….) Julio se llevó de viaje la esperanza inútil de seguir en contacto, pero cómo podría ser si ni siquiera se había firmado una especie de contrato social entre ambos, al parecer ganarse la atención de Lalo era más difícil que con los muchos alumnos a los que solía instruir en una escuela oficial de nivel medio superior. Peor aún si todo contacto tecnológico se limitaba a incómodos ratos frente al único gadget disponible.
Apenas un café y un infinito intercambio de letras habían sido suficientes para prender a Julio de un entusiasmo que no reconocía quizá desde hacía un año. En qué momento el albedrío llevó a un muchacho de 25 años a elegir entre un dogma tan pagano y lóbrego como el de la ilusión. Y así paso el primer día lejos de la ciudad, a ritmo de música navideña y sin un contacto explícito con Julio.
No es que Julio careciera de experiencia, simplemente la que poseía lo había llevado a estar hermético ante situaciones similares. Precozmente, se llenaba con una sonrisa ingenua cuando recibía señales que respondían a sus mensajes; primero con su amigos en la escuela secundaria, después con sus relaciones personales (íntimas es más exacto) y finalmente con Lalo. Saber que del otro lado de un teléfono; una computadora o una mesa para dos, había alguien escuchándolo y a la vez interactuando con él en una sintonía tan similar lo enloquecía de gozo.
Lalo tardó en enterarse que su interlocutor se hallaba varios kilómetros al occidente de su punto de ubicación. Fue de manera fortuita, como quien consulta palabras en el diccionario a placer y descubre en la acepción una palabra nueva, poco usada o jamás usada y decide averiguar su significado, convirtiéndose en el foco de atención principal y desplazando al concepto original a revisar.
Al segundo día, el intercambio de información fluyó mejor. Entre mensajes inspirados por los espíritus de dos copas de vino tinto español de tempranillo-garnacha, Julio coqueteaba con la idea de hacerle un presente a Lalo, quien de alguna manera encontraba inspiración desde la cotidianeidad de su trabajo o el cansancio que éste le deja al final del día.
Si el árbol de arrayán no se hubiera adaptado de tan buena forma al clima de la costa occidental de México, quizá la coincidencia de ese día no hubiera trascendido. Regalar tequila a un chico tan sano sería agresivo, quizá llevar birria, una torta ahogada o carne en su jugo con una jericalla de postre, pero sólo sonsacaría su ánimo de dejar la carne y seguramente no llegarían a su destino en buenas condiciones. ¿El disco vernáculo de moda? Ni siquiera sabía si le agradaban los sones y jarabes maliciences (los tocados con mariachi) Un kilo de membrillos, empanadas de la explanada frente al Teatro Degollado, etc.
Y fue un frutillo cítrico de una planta de la familia Myrtaceae lo que le convenció de ser lo suficientemente exótico, endémico y dulce como para darlo como detalle navideño. Pero el destino resultó más implacable, porque al momento de solicitar si le eran a Lalo los arrayanes de su gusto, él comía de ellos.
Fueron días en los que la distancia parecía acercarles más. Mensajes traviesos e irreverentes, fotos comentadas y por último el correo de Nochebuena que, con miedo a parecer una insinuación muy directa, redactó Julio en un arrebato emocional y catártico.
El mensaje fue contestado y a la lectura constante se hizo entrañable. ¿Cuándo podría devolverle la cortesía, obsequiarle los dulces y conversar personalmente? A su regreso, de nuevo en un momento poco indicado y en una noche de atmósfera húmeda, tuvo lugar un reencuentro breve. Pero como se dice en el argot literario “si bueno y breve, dos veces bueno”
Julio contuvo su intención de abrazarlo a la venia, no quiso parecer desesperado aunque tampoco deseaba que el resultado fuera un torpe y desarraigado saludo. Afortunadamente para su piltrafa; la charla era tan interesante como siempre. Él no quería que terminara, no quería volver por su largo camino hasta los suburbios de la misma ciudad, pero a la necedad de la noche volvían a despedirse.
Lalo recibió los dos costalitos plásticos de arrayanes, recibió unos chocolates improvisados horas antes y también recibió la sonrisa más tímida, las mejillas más coloradas y la voz aglomerada en la garganta, temblando, diciendo: ¿Te puedo regalar un beso?
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