El anuncio de periódico


Eran casi las  siete de la noche cuando Carlos  regresó a casa después de una larga  jornada en la  oficina a la que diariamente asistía de nueve a seis de la tarde. Era una oficina como cualquier otra, decorada con colores alegres, pero llena de esos cubículo aburridos, cada uno igual al anterior, compactos a pesar de pretender ser amplios, llenos de la energía, las tristezas, el trabajo y las esperanzas de cada persona que alguna vez se había sentado en ellos.

Se sentía cansado y hambriento, pero  feliz de regresar a  casa. Había pasado todo el día dándole vueltas a una idea que  ocupaba su mente ya desde hacía  varios días y hoy estaba decidido a  hacer algo al respecto.
  
La vecindad donde  vivía, a unas cuantas  cuadras del metro  Cuauhtémoc, era grande  y bien  iluminada, con sus muros de ladrillos rojos, puertas  abigarradas  y  ese  olor   a tierra mojada que  tanto le gustaba a Carlos. Por  vecinos  tenía a un grupo bastante homogéneo, constituido principalmente por varias  señoras que ya pasaban de los sesenta, todas ellas  divorciadas, salvo por la señorita Amada quien  nunca se casó y quien  siempre estaba asomada a la ventana  para la hora en la que Carlos llegaba a  casa . También estaba la señora del 102, una mujer de unos  cuarenta y tantos años, madre de  dos hijos, muy trabajadora y que pasaba todos sus sábados haciendo quehaceres desde las primeras horas del día


 A Carlos le gustaba vivir ahí, era un lugar tranquilo, amplio, en buenas condiciones y el alquiler no era nada costoso; cuando  cruzó por la  puerta principal, saludó amablemente a su vecina la que todo vigilaba desde la ventana. Pasaba las horas ahí sin hacer otra cosa más que  ver a las personas entrar y salir de la vecindad. No les juzgaba, ni  participada de chismes con las vecinas, simplemente le gustaba  estar ahí,  pendiente de todo lo que sucediese.
Carlos se preguntó cómo sería la casa de la señorita Amada. Muchas veces le había ayudado a traer la bolsa cargada desde el mercado que estaba a unas calles, pero siempre la dejaba justo en la entrada y ella nunca había dado el menor indicio de que quisiera invitarlo a pasar. Carlos pensó que debía ser difícil ser  una mujer mayor viviendo sola y tan alejada del resto de  su familia.

En las caminatas de regreso del mercado, mientras Carlos le ayudaba con las bolsas del mandado, la señorita Amada le había contado que su familia  toda vivia en Veracruz y que ella vivía desde hacía muchos años en México. Había  venido a estudiar la preparatoria, para después convertirse en secretaria. Cuando terminó la carrera entró a trabajar a un despacho en Coyoacan y después comenzó a trabajar en el banco hasta el día de su jubilación.


En cuanto entro a su casa, tiró  sobre el sofá la mochila que  venía cargando, se quitó la camisa  y se acostó sobre la cama. Qué bien se sentía estar en casa, que agradable era el silencio de la vecindad y la tranquilidad de su casa. Después de estar recostado un rato se levantó  y fue hasta una pequeña mesa que tenía una máquina de escribir encima, algunos libros  y varios periódicos.  Tomó uno de los periódicos, se sentó en una de las sillas de la pequeña mesita  y pasó las  hojas del periódico  hasta llegar casi al  final, en la parte  superior se leía: aviso de ocasión


Buscó con el dedo índice hasta encontrar el apartado de personales y releyó varios de los anuncios que había visto antes, mientras los releía, una emoción le recorría desde el estómago hasta las manos, se sentía ligeramente ansioso, como un niño que está apunto de recibir un dulce al final de un día de escuela: 


"Caballero en  busca de amistad con dama seria y educada en Ciudad de México, gusto por la música, el cine y los paseos." 


"Pedro treinta y dos años, desea contactar con dama joven, formal. En busca de un
compromiso."

"Soy Fabián, gusto de la poesía, la charlas interesantes, originario de Veracruz,  quisiera conocer otro ser sensible con quien conversar"


Ahí estaba, el clasificado de un desconocido, igual que quien lanza una botella con un mensaje al mar de los lectores de periódico, el mar de los románticos del  siglo XX, de los que leen la  sección de  personales al final de los periódicos. Había algo en el mensaje de éste último que había llamado la atención de Carlos, era casi como si lo hubiesen escrito  para él. Alguien en algún lugar de la ciudad, estaba buscándolo y quería  que se encontraran.


Tomó una hoja blanca, la miró con detenimiento, quería estar seguro de que era una hoja bonita; que no tenía dobleces, ni manchas  por ningún lado, que era la hoja correcta para contestar al anuncio personal que tenía delante suyo. Después de examinarla con detenimiento la metió en la máquina de escribir, la alineó con cuidado, revisó los márgenes y comenzó a escribir.  


Llevaba  varios días pensando lo que iba responder, en las palabras  justas que iba a utilizar y la forma en la que iba a decir lo que  quería decir. Más que estar nervioso, estaba emocionado, sabía que quien había escrito ese anuncio, era como él, que entendía por lo que estaba pasando y que respondería. Aún así, prefería  tener ciertas precauciones, no ser demasiado explícito o decir algo que lo hiciese sentir comprometido o expuesto.  Cuando terminó de escribir, retiró la hoja de la máquina de escribir, revisó con cuidado lo que había escrito en ella, se cercioró  que no  tuviera errores o que no se hubiera manchado con la cinta de la máquina; le hizo unos dobleces precisos y la guardó en un sobre.


II

Fabián  estaba sentado en un café en la colonia Nápoles, vestía  un pantalón de gabardina color claro, una camisa azul de líno y un chaleco ligéro que le hacía  juego. Le encantaba el calor de agosto, con esas lluvias inesperadas y el color azul del cielo que tanto le recordaba su ciudad natal.  En la mesa tenía un libro de Rosario Castellanos, era una edición  vieja del Fondo de cultura económica,  vários sobres de correspondencia que revisaba distraídamente y una libreta con pastas de color marrón que utilizaba para hacer todo tipo de anotaciones o dibujar garabatos cuando estaba aburrido. Sus ojos se abrieron como los de un gato y la sangre se le fue del estómago, cuando  vio el sobre que le enviaba el periódico con una respuesta al anuncio que había publicado. Era la primera  vez que publicaba un anuncio en el periódico y hasta ahora no sabía qué esperar. Cuando había asistido a las oficinas unas semanas antes, le había dado la impresión de que la secretaría que le había atendido se había reído un poco de él mientras  mecanografíaba el mensaje que más tarde habría de ser publicado en las últimas páginas del periódico.


Leyó un par de veces la respuesta, deteniéndose para reconocer cada palabra a detalle, leyendo entre líneas, emocionado de que estuviera sucediendo eso que quería que sucediera, asombrado de que hubiese pasado, pero con absoluta certeza de cuál sería su siguiente paso. Después de  terminar de leer la carta por segunda  vez, abrió su libreta marrón y copió el número de teléfono que aparecía en la carta, justo después de la línea que decía:  estoy en casa a partir de las 7:30.
Después de pagar la cuenta, miró su reloj, eran las tres cuarenta y cinco  de la tarde. Si me  doy prisa, puedo llegar a la función de las cuatro y cuarto en el cine Diana -pensó- . Corrió hasta  la avenida de los insurgentes y abordó un camión. Hacía una semana que Germán, uno de sus amigos  le había dicho que estaban presentando Amadeus, una película sobre la  vida de Mozart. Germán la había  visto el año pasado mientras estaba en Nueva York visitando a su padre  y en cuanto supo de su estreno en México le dijo a Fabián que  debía verla.  Germán era un poco pretencioso  algunas  veces, pero Fabián lo quería mucho y se conocían desde antes de  venir a vivir a ciudad de México.  Se habían vuelto a encontrar por  casualidad una noche que Fabián se aventuró a uno de los clubs  de la zona rosa, donde se reunían todo tipo de personajes de la escena intelectual Mexicana. Estaba nervioso de que alguien pudiera reconocerlo  y justo en cuanto  cruzó la puerta de entrada del pequeño local ubicado sobre la calle de Florencia, escucho la voz ronca de Germán que le gritaba desde el otro lado del salón : ¿Fabian? ¿pero qué haces aquí? ¡Qué  gusto  verte!. Desde aquella noche, habían vuelto a ser amigos y ahora salían juntos al cine o a las inauguraciones de galerías de arte a las que frecuentemente invitaban a Fabián.
Al llegar al cine, vio nuevamente su reloj , compró un boleto  y se adentró a  toda prisa en la sala.  Eran casi las ocho cuando salió del cine y las noches de agosto eran bastante  frías para un veracruzano acostumbrado a la calidez de su tierra. Se alegró de traer suéter, aunque  hubiese tenido que  cargarlo  casi toda la tarde, Fabian odiaba tener las manos ocupadas con cosas y prefería llevar una mochila consigo casi todo el tiempo. Cuando salió a avenida Reforma, las  luces de  los faroles ya estaban encendidas.  Le  gustaba mucho caminar por  Reforma, así que  sin demasiada prisa comenzó a recorrerla en busca de un teléfono público.  Abrió su libreta,  buscó el  número que había anotado y lo marcó. Al otro lado del teléfono se escuchó  una  grabación indicando cuantas monedas debía introducir en la pequeña ranura. Hurgó en la bolsa del pantalón y al fin encontró las preciosas monedas. Cuando escucho el tono de marcado sintió que la  fuerza se iba de sus piernas, respiró profundo e intentó tranquilizarse. Sí,  bueno. -se oyó al otro lado del teléfono-    

III
Después de la primera llamada, todo lo demás fue sencillo.  Fabián estaba  asombrado de  cuantas cosas  parecían tener en común Carlos y él  y para Carlos era un placer lo sencillo que era poder hablar con Fabián. Rápidamente se hicieron amigos, hablaban por teléfono casi todas las tardes y sus llamadas se podían prolongar fácilmente por varias horas.
Fabián que era mucho más decidido que Carlos, le dijo después de la segunda o tercera llamada, que deberían conocerse el siguiente  fin de semana, pero Carlos había hecho planes ya y en cambio le propuso postergar hasta la siguiente semana.  Así pasó casi un mes sin que pudieran  coincidir en persona.  Fabián le contó de su  vida en Veracruz,  de  su niñez al lado de sus padres, del amor de su madre  que parecía quererlo más a el que al resto de sus hermanos.  Lo que significó  venir a vivir a la ciudad cuando apenas había cumplido diecinueve y  de los amigos que había hecho estando aquí.    Le prometió presentárselos algún día  para salir  todos a  bailar.
Carlos podía escucharlo por horas, fascinado con esa vida tan llena de aventuras, reuniones y  fiestas que  duraban toda la madrugada. La vida  para él era muy distinta. Prefería pasar las tardes en casa leyendo, ir al museo o hacer de cenar para  recibir a sus amigos. Además salvo por Gonzalo, sus demás amigos eran heterosexuales y hasta ahora no había encontrado un buen motivo para hablar abiertamente con ellos sobre su homosexualidad.  Una tarde, le contó a Fabián de las ocurrencias de su antiguo psicoanalista y de las ganas que tenía de escribir un  cuento y verlo publicado en alguna revista literaria, aunque  fuese en la páginas intermedias.
Finalmente  el lunes  dieciséis  de septiembre, fijaron la fecha para  conocerse en persona. El jueves Carlos  tendría el día libre en el trabajo y Fabián  no estaba ocupado hasta  después del medio día.   Decidieron ir a desayunar en un café a unas cuantas calles de metro Chapultepec, era el punto  que les parecía más intermedio y Carlos le prometió a Fabián que la salsa verde de los chilaquiles que preparaban en ese lugar, era la más rica que jamás había probado.  
Ninguno de los dos tenía idea de cómo sería el otro; algunas  veces mientras hablaban por teléfono Fabián había  tratado de imaginarse cómo sería  Carlos, se lo había imaginado más alto que él y con  barba o quizá moreno y de espaldas anchas. La verdad era algo que  a Fabián no le importaba demasiado, por su parte Carlos terminó por desistir de la idea de imaginarse a Fabián cuando recordó como, muchos años atrás en una ocasión tras hablar por  meses con una operadora  telefónica, quiso la suerte que se conocieran en persona y Carlos se dio cuenta que  era completamente distinta de cómo él se la había podido imaginar.
Acordaron verse en la esquina de Veracruz y Durango, después de que Carlos se lo sugiriera por parecerle divertido, por su parte Fabián  le dijo que llevaría consigo el libro que estaba leyendo en ese momento para que pudieran reconocerse, Carlos estuvo de acuerdo y le dijo que llevaría puesto un suéter naranja que  le gustaba mucho y que sería inconfundible.
IV
La mañana del jueves Fabian despertó  con la vecina tocando incesantemente a su puerta. Se echó un suéter  encima y  salió a abrirle. Estaba  pálida y balbuceaba algo  sobre un temblor. Fabián  se tallaba los ojos con las manos mientras intentaba entender qué era lo que estaba tratando de decir su vecina. Todo era muy confuso, pero por la expresión en rostro de esa mujer, sabía que la situación debía ser bastante seria. Él no había sentido nada durante la noche, pero se sintió ansioso al escuchar lo que su vecina le decía. Después de darse un baño rápido, salió rumbo a la colonia condesa, rápidamente se dio cuenta que algo andaba mal, había muchas personas en las calles y se escuchaba el ulular de las ambulancias, el temor comenzó a llenar lentamente su cuerpo, una sensación de confusión crecía lentamente dentro de el,quizá el temblor había sido más serio de lo que él pensaba.
Para cuando llegó a la esquina de  de Durango Y Veracruz las manos le sudaban y tenia el estomago hecho un nudo, pero esta sensación no tenía nada que ver con la emoción de conocer a Carlos, sino con la confusión que  finalmente se había instalado en él, en su camino hasta la colonia condesa no habia encontrado sino devastación, personas llorando en las calles, ambulancias, carros de bomberos, personas claramente mal heridas, edificios agrietados. En vano esperó por más de dos horas, pero nadie llegó. Mucho tiempo después, cuando ya todo esto había pasado Fabián pensó lo absurdo que debió haberse visto, parado ahí, sin hacer nada, esperando, mientras toda la ciudad convulsionaba. Pero lo cierto es que no podía haber hecho otra cosa, estaba tan confundido, su cerebro se esforzaba por hacer que las cosas  tuvieran sentido, pero  volvía a fallar una y otra vez.  
Entonces se puso a caminar sin un rumbo claro, necesitaba poder hablar con Carlos, escuchar su voz, saber que estaba bien.  Cuando al fin pudo encontrar un teléfono público, se dio cuenta que las líneas estaban muertas, siguió caminando por mucho tiempo, descolgando el auricular de cada teléfono que se encontraba a su paso, llenándose de desolación conforme su mente procesaba lentamente la dimensión de lo que acababa de suceder esa mañana, cuando al fin en cansancio y el hambre hicieron estragos, decidió detenerse un momento, frente a el se encontraban las ruinas de lo que debió haber sido un edificio de al menos cinco pisos, se sentó en la banqueta y comenzó a llorar. De regreso a su casa no podía pensar nada más excepto Carlos, en que no había llegado a la cita y que no tenía forma de contactarlo. Había gente en las calles que  gritaba buscando a sus familiares, edificios derruidos, patrullas y ambulancias circulando por todos lados.
Cerca de su casa los daños habían sido menos graves, pero el dolor y la desesperación estaban por todos lados. Tres días después, cuando al fin se restablecieron las líneas telefónicas, Fabián quiso telefonear a Carlos, pero nadie respondió. Todo ese tiempo había estado pendiente del teléfono, había recorrido  gran parte de la ciudad en busca de familiares y amigos, todos ellos habían sobrevivido. Algunos habían resultado lastimados durante el temblor, pero la mayoría se encontraba bien.  Fabián sentía que enloquecía ante la impotencia de contactar con Carlos, nunca  había pensado en pedirle su dirección y no tenía idea de dónde podía ir a buscarlo.
-He seguido intentando llamar el número que tantas veces marque después de las 7:30, he llamado temprano,  a medio día  y a las tres de la madrugada, el mismo tono constante y acerado que indica  que el número no está disponible es todo lo que tengo por respuesta-  Así comienza el texto que Fabián se ha decidido a enviar a una revista que le ofreció publicarlo, el mismo relato continúa -  Nunca supe cómo era Carlos, si algo le pasó o si sólo se descompuso su teléfono y el  extravió el mío. Me gusta mucho pensar que eso  fue lo que pasó, que algún día va a responder el anuncio que publico cada més en la sección de clasificados, el mismo anunció que respondió hace casi un años.  Muchas veces  fui a deambular por las calles cerca del metro Cuauhtémoc, me adentre por los edificios  derruidos, hablé con las personas instaladas en las banquetas pidiendo ayuda, pregunté al principio con pena y luego ya de manera casi automática si alguno de ellos lo conocía. Muchas veces más he ido a esperarlo en la esquina de Durango y Veracruz, con un libro en la mano y queriendo  escuchar esa risa ruidosa y ronca de la que nunca llegué a despedirme.

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